Se  iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos  aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador  del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente  empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la  capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra,  pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el  pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión,  avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta  alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero  la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos  segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza,  aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos  existentes en la ciudad y por los cabos sucesivos de los tres colores  de cada uno, es una de las causas de los atascos en la circulación,  o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
  
  
  Al  cuarto día los malvados volvieron a aparecer. Venían a exigir el  tributo de las mujeres de la segunda sala, pero se detuvieron un  momento en la puerta de la primera para preguntar si estas mujeres  estaban ya restablecidas de los asaltos eróticos de la otra noche,  Una buena noche, sí señor, exclamó uno, relamiéndose, y el otro  confirmó, Estas siete valían por catorce, claro que una no era gran  cosa, pero en aquel follón ni se notaba, tienen suerte éstos, si  son lo bastante hombres para ellas, Mejor que no lo sean, así llegan  con más ganas. Desde el fondo de la sala, la mujer del médico dijo,  Ya no somos siete, Ha escapado alguna, preguntó riéndose uno de los  del grupo, No ha escapado, ha muerto, Diablo, entonces vais a tener  que trabajar más la próxima vez, No se ha perdido mucho, no era  gran cosa, dijo la mujer del médico. Desconcertados, los mensajeros  no acertaron a responder, les parecía indecente lo que acababan de  oír, alguno incluso llegó a pensar que al fin y al cabo las mujeres  son todas unas cabras, qué falta de respeto, hablar de una tía en  esos términos, sólo porque no tenía las tetas en su sitio y era  escurrida de nalgas. La mujer del médico los miraba, parados en la  entrada de la sala, indecisos, moviéndose como muñecos mecánicos.  Los reconocía, había sido violada por los tres. Al fin, uno de  ellos golpeó con el palo en el suelo, Venga, vámonos, dijo. Los  golpes y las advertencias, Fuera, apartaos, fuera, somos nosotros,  fueron alejándose a lo largo del corredor, luego hubo un silencio,  después, rumores confusos, las mujeres de la sala segunda estaban  recibiendo la orden de presentarse acabada la cena. Sonaron de nuevo  los golpes de los garrotes en el suelo, Fuera, fuera, apartaos, los  bultos de los tres ciegos pasaron el umbral de la puerta,  desaparecieron.
  
  
  
  
  El  niño estrábico murmuraba, debía de estar soñando, tal vez  estuviera viendo a su madre, preguntándole, Me ves, ya me ves. La  mujer del médico preguntó, Y ellos, y el médico dijo, Éste  probablemente estará curado cuando despierte, con los otros no será  diferente, lo más seguro es que estén ahora recuperando la vista,  el que va a llevarse un susto, pobrecillo, es el amigo de la venda  negra, Por qué, Por la catarata, después del tiempo pasado desde  que lo examiné, debe de estar como una nube opaca, Va a quedarse  ciego, No, en cuanto la vida esté normalizada, cuando todo empiece a  funcionar, lo opero, será cuestión de semanas, Por qué nos hemos  quedado ciegos, No lo sé, quizá un día lleguemos a saber la razón,  Quieres que te diga que estoy pensando, Dime, Creo que no nos  quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, Ciegos que ve, Ciegos que,  viendo, no ven. La mujer del médico se levantó, se acercó a la  ventana. Miró hacia abajo, a la calle cubierta de basura, a las  personas que gritaban y cantaban. Luego alzó la cabeza al cielo y  vio todo blanco, Ahora me toca a mí, pensó. El miedo súbito le  hizo bajar los ojos. La ciudad aún estaba allí.